En el medio de una catástrofe cuya magnitud es inimaginable, con enormes tragedias humanitarias, el gobierno debe preocuparse por aplacar los nervios de los mercados financieros, los cuales, caso contrario, castigarán a una sociedad que lucha valientemente por sobrevivir.La masiva tragedia que sufre Japón sintetiza de manera extrema la convergencia de las tres crisis (de la economía, del desarrollo y del medio ambiente) que enfrentamos. El terremoto y el tsunami –de los que no existen precedentes– fueron, obviamente, desastres naturales impredecibles. Pero, además, estas catástrofes reflejan la creciente fragilidad ecológica, base de los temores por la crisis ambiental que se cierne sobre nosotros. La emergencia nuclear desencadenada en la planta nuclear de Fukushima es una consecuencia extrema de un particular modelo de desarrollo que depende fuertemente de la maximización de las fuentes de energía, incluida la instalación de reactores nucleares en zonas cuya propensión a sismos y tsunamis es ampliamente conocida. Que estos accidentes pasmosamente trágicos puedan provocar una masiva inestabilidad financiera indica hasta qué punto hemos permitido que nuestras economías sean rehenes de las más egregias fuerzas de mercado, incluso en tiempos de colosales calamidades.
Lo que se destaca es el heroísmo, el estoicismo y la disciplina no sólo de los afectados sino de los japoneses del común que hacen frente a la devastación inmediata, al igual que a los temores de una indescriptible radiación nuclear. El particular heroísmo de los trabajadores que luchan denodadamente por limitar el daño de los reactores nucleares de Fukushima (poniendo en un riesgo casi seguro sus propias vidas y salud) es también digno de admiración.
Esa disciplina o heroísmo no se observan en los mercados financieros ni entre los “gurús” que pueblan los análisis mediáticos del mundo económico. Este país está sumergido en la peor calamidad de la que se tenga memoria, con un número aún incierto de muertos, enormes asentamientos y su infraestructura completamente devastados. Muchas áreas permanecen aisladas, los sobrevivientes sufren además los embates del clima adverso y el frío extremo; y ahora están adentrándose en un territorio inexplorado, ante la amenaza real de la fusión de los reactores nucleares.
¿Cómo reaccionaron los mercados financieros ante esta situación? Causando un mayor desplome de esta economía, mediante la fuga de capitales y caídas generalizadas en las bolsas en los días inmediatamente posteriores al terremoto, y exigiendo a gritos que el gobierno japonés actúe de inmediato para «calmar los nervios de los mercados», como si los que están al mando no tuvieran nada más urgente de que ocuparse en este momento.
Cuando los mercados volvieron a operar, una semana después de que el terremoto y el tsunami azotaran la costa este de Japón, el índice Nikkei de Tokio se desmoronó cuando el miedo se apoderó de los mercados bursátiles. El martes 15 de marzo la bolsa sufrió una caída del 11 por ciento, la mayor debacle en un mismo día desde la crisis financiera de 1987 (de la cual, según muchos, la economía japonesa todavía no se ha recuperado verdaderamente). La leve mejoría que se registró al día siguiente fue más un signo de la posible volatilidad de los días por venir que de estabilidad, como quedó confirmado por la caída de la mañana siguiente.
Un actor de los mercados financieros japoneses señaló que éstos son «rehenes del próximo titular informativo. La frenética actividad de los mercados ha llegado al punto que algunos inversores han incluso pedido el cese temporario de operaciones hasta que se vislumbre algún signo de que las cosas se han calmado un poco.
Como resultado, el Banco de Japón ha debido brindar financiación de emergencia, en la forma de la denominada «quantitative easing», todos los días. En cuatro días, del 14 al 17 de marzo, el banco central inyectó más de 60 billones de yenes (más de US$740.000 millones), en un esfuerzo por estabilizar los mercados. Estos enormes “obsequios” no van a las manos que se vieron realmente afectados por el desastre, sino a los mercados financieros que aparentemente necesitan este costoso reaseguro. Pero aun así la actividad especulativa no cesó de enturbiar los mercados.
Mientras tanto y aunque las bolsas se hubiesen desplomado, la percepción de que las aseguradoras japonesas debieran tener que repatriar fondos para hacer frente a una parte de los pagos de los siniestros causados por los desastres generó presiones que provocaron la apreciación del yen. Esto empeora aún más la terrible situación financiera, ya que el aumento del yen hace crecer la presión sobre la economía japonesa, que sigue dependiendo enormemente del comercio exterior. Todo esto se suma a los reales efectos del desastre que, obviamente, tuvieron un dramático impacto en la producción.
Y en medio de todo esto, aparecen comentaristas en los medios financieros señalando que la economía japonesa ya estaba debilitada, pontificando acerca de cómo se verá afectada la actividad productiva, del golpe que está recibiendo la industria nuclear global y –lo que es aún peor– de cómo el gobierno de Japón necesita hacer mucho más para recuperar la confianza de los inversores.
La obscenidad de esta combinación es indescriptible. En el medio de una catástrofe cuya magnitud es inimaginable, con enormes tragedias humanitarias, el gobierno debe preocuparse por aplacar los nervios de los mercados financieros, los cuales, caso contrario, castigarán a una sociedad que lucha valientemente por sobrevivir. ¿Necesitamos alguna otra prueba del modo completamente extravagante y hasta inmoral en que hemos elegido organizar la vida económica en el siglo 21?
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